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París, sábado 6 de diciembre de 2025, Les Compères, rue Sedaine, 9 y 55 de la mañana. Mientras me acomodo en la rutina que organiza mis fines de semana – intentos más o menos nostálgicos de persistir en la lectura y en la escritura a mano -, me doy cuenta de que ya casi nadie lee el diario; todos cooptados por la tele prendida en la señal de noticias o por la luz efervescente de los smartphones. Todos salvo Ella : entra al café con celeridad y determinación, abrigo largo de lana camel, jean recto azul oscuro, bufanda en tonos naturales, cabello suelto, ligeramente ondulado, maquillaje casi imperceptible. Encuentra un lugar del otro lado de la barra y pide un té verde. Sin levantar la mirada, revuelve dócilmente su infusión con una diminuta cuchara y saca un libro de su tote bag de algodón orgánico. Puedo leer “Enfin seule” (al fin sola).
Busco en google : escrito por Lauren Bastide, periodista y figura clave del feminismo francés contemporáneo, este último ensayo – convertido en «bestseller» – renovó el debate sobre representación y autonomía al proponer una visión de la soledad como un espacio político y emocional de independencia para las mujeres. Interesante. Sin embargo, al verla allí, leyendo e ignorándome, sentí que Ella estaba tratando de esconder una impostura: ¿quién va a leer ‘al fin sola’ a un bar-café rodeado de personas?, escribí en mi patriarcal bloc de notas. Me indigné: todos sabemos que buscar el amor es lo más importante, lo único realmente importante; somos seres sociales y necesitamos una pareja para ser felices. El pseudo-pensador objetivo emanaba de mis entrañas buscando certezas.
Luego me di cuenta de que, tal vez, la “soledad al fin” que describe Lauren Bastide, alcanzada después de décadas de transformaciones feministas, es una posición interior (y no una impostura). Hoy, en la Unión Europea, cerca de un tercio de los hogares son unipersonales, y más de la mitad de quienes viven solos son mujeres: una tendencia sostenida desde los años noventa.
Luego me di cuenta de que, tal vez, la “soledad al fin” que describe Lauren Bastide, alcanzada después de décadas de transformaciones feministas, es una posición interior (y no una impostura). Hoy, en la Unión Europea, cerca de un tercio de los hogares son unipersonales, y más de la mitad de quienes viven solos son mujeres: una tendencia sostenida desde los años noventa. Según Eurostat, entre 2010 y 2023 el número de mujeres que viven solas aumentó un 30%, reflejando un cambio estructural en las elecciones de trayectorias de vida y en la autonomía femenina. ¡Pero no! claro que no: se trata de una performance de felicidad – me susurra mi instinto masculinista -conservador, aterrado frente al espectáculo de lo desconocido. Seguro que si voy y la invito a tomar una copa, aceptaría sonriente y, tal vez, empezaríamos una hermosa historia de amor.
Eso fue lo que imaginé. En la realidad, ni siquiera me acerqué a Ella; me quedé escribiendo esta columna. Y es que millones de mujeres (y de hombres) puedan imaginarse felices sin que el hombre (o la mujer, por caso) sea el centro de gravedad de sus vidas. Después de liberarnos de las representaciones dominantes que moldearon la idea de lo que es una vida lograda, la soledad aparece como un nuevo destino, posible y deseable. Si la libertad auténtica no consiste en elegir únicamente entre opciones ya dadas, como sugiere Simone de Beauvoir, sino en inventar modos superadores e inéditos de ser y de vivir, entonces la soledad elegida es una nueva forma de existencia y convivencia auténtica, emergente, valiente.
¡Claro que no! La soledad nunca es elegida ni voluntaria. Entronizarla es sólo una coartada individualista para convertir el estigma de la soledad en bandera de dignidad y orgullo. La sociología contemporánea confirma que el aislamiento es una crisis sanitaria; Noreena Hertz, autora de The Lonely Century (“El siglo de la soledad”, 2020), define la “economía de la soledad” como un sistema en el que la desconexión social y emocional creciente se han convertido en un negocio en donde se mercantiliza la necesidad de compañía, fomentando vínculos rápidos, funcionales, gestionados por aplicaciones que prometen ‘matchear’ pero que producen, en el largo plazo, un efecto contrario: la sensación de ser uno mismo el producto del otro a quien vemos, al mismo tiempo, como nuestro consumo. Todos huyendo de la soledad y al servicio de las plataformas.
Seguí escribiendo sobre aquella femme fatale 2.0 que hoy anhela soledad, poseído por estas ideas ambivalentemente admirativas y críticas. Me acordé de “Walden” (1845), el célebre relato de Henry David Thoreau, en donde un hombre abandona la sociedad para radicarse en una cabaña durante dos años, dos meses y dos días. Obra fundacional del trascendentalismo estadounidense que exalta la naturaleza, la libertad individual y la autosuficiencia moral y espiritual. Entendí que ésta sigue siendo una metáfora útil: huir de la sociedad y sus imposiciones para crear un espacio donde escucharse sin ser confiscado por los estímulos de las interminables demandas sociales. Escapar del peso de la mirada ajena e instalarse en esa cabaña interior de soledad en donde el alma está en paz, descansando en el amor propio. Después de todo, “l’enfer c’est les autres” (el infierno son los otros), decía Sartre…
La veo, imperturbablemente entregada a su lectura, buscando entrar en resonancia con su realidad y me doy cuenta de que su soledad no busca romantizar el aislamiento. Tampoco es narcisismo disfrazado de autosuficiencia. Se parece más a un camino inexplorado: si es realmente voluntaria, la soledad está siempre disponible y no pide suscripción. Una soledad solidaria consigo misma y que, en el fondo, es la condición de posibilidad de un verdadero encuentro con un Otro.
Al fin y al cabo, las cabañas terminan siempre siendo abandonadas.







